La miseria del asistencialismo

La mayoría de nosotros al iniciar nuestra vida somos asistidos y protegidos por nuestros padres, lo cual es absolutamente natural y bueno. El problema es que ello resulta pernicioso y contraproducente si persiste cuando ya somos mayores y capaces de valernos por nosotros mismos pues termina convirtiéndonos en personas irresponsables y dependientes.

Esta lamentable situación que a nivel micro se da muy a menudo en las familias sucede también a nivel macro con las políticas asistencialistas que aplican varios Estados inclusive de países desarrollados, entendiéndose como tales a aquellas que pretenden resolver el problema de la pobreza y/o carencia de recursos de determinados grupos de la población proveyéndoles sin mayores restricciones de bienes y/o dinero con el objeto de subvencionar sus necesidades.

Dichas políticas son cuestionables por, entre otras, las siguientes razones:

1) Requieren de un sinnúmero de aparatos burocráticos para su implementación, supervisión y control, con la consiguiente ineficiencia y gastos que ello implica. Como dice Juan Pablo II: “Al intervenir directamente y quitar responsabilidad a la sociedad, el Estado asistencial provoca la pérdida de energías humanas y el aumento exagerado de los aparatos públicos, dominados por lógicas burocráticas más que por la preocupación de servir a los usuarios, con enorme crecimiento de los gastos” (1).

2) Son insostenibles incluso a mediano plazo no solo porque los pretendidos beneficiados son susceptibles de aprovechamiento político-electorero sino sobre todo porque llegan a considerar como un derecho la concesión que se les hace de recursos generados por el resto de la sociedad, dando lugar a conflictos cuando estos les son restringidos. Además, las políticas asistencialistas pueden terminar convirtiéndose en una institucionalización del despilfarro pues al entregarle dinero en efectivo a personas sin educación solo propiciarán que estas lo apliquen en varias ocasiones no a cubrir sus necesidades básicas sino a cubrir otras superfluas.

3) Constituyen una violación directa del principio de subsidiariedad, introducido en la economía y la política por la doctrina social de la Iglesia Católica, según el cual “es una injusticia y al mismo tiempo un mal grave y un atentado contra el orden moral el asignar a una asociación más grande y más alta lo que asociaciones más reducidas y subordinadas pueden hacer. Porque toda actividad social debería, por su misma naturaleza, ayudar a los miembros de su cuerpo social y jamás destruirlos ni absorberlos” (2). Justamente esto es lo que hacen aquellos Estados que demagógicamente asumen un rol paternalista frente a grupos de su población, considerándolos como incapaces de valerse por sí mismos y, por tanto, necesitados de una “autoridad superior” que los controle y dirija.

4) Degradan a las personas deshumanizándolas y quitándoles el control sobre sus vidas, tratándolas en la práctica como sub-humanos y excluyéndolos de la sociedad. Ya el filósofo Avishai Margalit había tratado esto en su libro La Sociedad Decente. De acuerdo con Margalit, una sociedad que trata a ciertos sectores de su población como si no fueran humanos es una sociedad que humilla, entendiéndose esta humillación como “el rechazo de la comunidad humana (…) rechazo que consiste en actuar como si la persona fuese un objeto o un animal (…) en tratar a los humanos como infrahumanos” (3). Y, en efecto, muchas veces las políticas asistencialistas terminan conviertiendo a los más pobres en una especie de “mascotas” de los gobiernos de turno.

5) Si, tal como define el economista indio Amartya Sen, la pobreza es la privación de las capacidades (4) entonces las políticas asistencialistas en lugar de solucionar el problema de la pobreza lo agudizan y perpetúan. Al quitarles a las personas sus propias fuerzas para hacerlas depender de las de otro, el Estado asistencialista les quita su libertad y responsabilidad y, por consiguiente, la oportunidad de desarrollar sus capacidades. Pero, claro, esto conviene a los gobiernos: tener gente dependiente de dádivas dispuesta a “vender su voto por un plato de lentejas” en lugar de gente independiente y pensante con capacidad de participación civil.

Si algo queda claro, por tanto, es que tanto las políticas de combate a la pobreza como los medios para implementarlas deben tener en cuenta el respeto a la dignidad de la persona. Cualquier política social que soslaye esa dimensión correrá el riesgo de fracasar. Evidentemente debe buscarse mejorar el ingreso y el bienestar de los individuos, pero también deben proporcionárseles los instrumentos necesarios para que desarrollen su autonomía, logren establecer sus propios planes de vida y trabajen con sus propios recursos. Debemos dejar de pensar en la pobreza en términos “pauperistas” considerando a los pobres como meras víctimas desvalidas que requieren de un tratamiento especial y comenzar a pensar en la pobreza en términos de personas con capacidades cuyas facultades de acción se deterioran a medida que se empobrecen pero que pueden ser lo suficientemente reforzadas como para que logren salir de la pobreza y para lo cual la mejor alternativa es invertir en educación, salud, apoyo alimentario, capacitación laboral, etc., incentivando a los beneficiados a compensar dicha inversión con tareas conjuntas en su propio provecho o el de la comunidad.

En ese sentido, la principal pregunta no es: “¿qué les falta a esas personas?”, “¿qué podemos hacer por esa pobre gente?” o “¿qué problemas nos pueden causar?”, sino: “¿cómo podemos ayudarlos a ayudarse?”, “¿qué podemos hacer para reestablecerles su dignidad y derechos?”. No se trata de darles pescado, sino de enseñarles a pescar. Y es en este punto donde marcamos distancia respecto de aquellos liberales que se oponen a toda forma de asistencia social. Y es que no estamos diciendo que deba eliminarse toda asistencia a los pobres sino que la asistencia debe focalizarse en fortalecer y expandir las capacidades de los pobres para que ellos se valgan por sí mismos. En otras palabras, lo que aquí se plantea es que la asistencia se dé de tal modo que se construyan las condiciones para que quienes la reciben llegar a la situación de ya no depender de esa asistencia. El asistencialismo, en cambio, perpetúa la necesidad de asistencia. En ese contexto, la correcta asistencia por la que más hay que apostar para vencer el vicio del asistencialismo es todo lo relacionado con el acceso a educación de calidad. Es fundamentalmente por medio de la educación que a la persona “se le enseña a pescar”. En cambio, entre los teóricos liberales encontramos los que se oponen incluso a la existencia misma de la educación pública y al final de cuentas lo que proponen es que en el “orden natural” del “libre mercado” cada uno “agarre su pescado como pueda y como quiera”. Así que, en la práctica, a esos liberales que se oponen a toda forma de asistencia social por parte del Estado no les interesa en sí que “se enseñe a la gente a pescar” (a no ser que uno lo pague con su propio dinero en el “mercado educativo”) sino que básicamente que el Estado “no meta sus manos” en “el mar” (la actividad económica).

En todo caso, más allá de discusiones particulares, no olvidemos que los pobres son personas. Ya San Gregorio de Nisa había hablado de la necesidad e importancia de reconocer la verdadera identidad de los pobres: “No los despreciéis en su abyección: no penséis que no cuentan para nada. Reflexionad sobre lo que son y entenderéis su dignidad (…). Los pobres son los tesoreros de las buenas cosas que buscamos (…). Son los más duros acusadores, los mejores defensores” (5). Ojalá tengan muy en cuenta esto los políticos, economistas y demás responsables al momento de diseñar políticas sociales.

Referencias:

1. Juan Pablo II, Centesimus Annus, 1991, n. 48.

2. Pío XI, Quadragesimus Annus, 1931, n. 79.

3. Avishai Margalit, La Sociedad Decente, Ed. Paidós, Barcelona, 1997, p. 96.

4. Cfr. Claudia Giménez y Xavier Valente, “Una aproximación a la pobreza desde el enfoque de capacidades de Amartya Sen”, Provincia, nº 35, 2016, pp. 99-149.

5. Citado por: Bas de Gaay y Berma Klein, Dios y las Cosas, Ed. Sal Terrae, Santander, 1999, p. 100.

Dante A. Urbina

Dante A. Urbina

Autor, conferencista y docente especializado en temas de economía, filosofía y teología. Seleccionado entre los mejores jóvenes investigadores del mundo para participar en la Reunión de Premios Nobel de Economía en Lindau (Alemania). Todos sus libros han estado en entre los más vendidos de su categoría en Amazon.
Dante A. Urbina

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